Nos hemos alzado como Niké,
con sus telas ceñidas y ondeantes
por un viento de victorias.
Hemos conquistado París
mientras yo tallaba en mármol tu mirada
al descubrir Le déluge de Girodet
y me arrimaba a ti al esbozarnos
dueños de los pasillos del Louvre
por una noche.
Te prometo que nos retraté escondidos
entre sonrisas de asombro
y pinceladas de felicidad.
Nos hemos alzado como el ángel victorioso,
tan imponente sobre la proa de su navío,
y hemos flotado sobre los colores
que visten el Sena
cuando la noche encierra las luces
en el vaivén de sus aguas.
El cielo,
teñido de la tinta rosada
con la que lo poblamos de sueños,
se dibujaba sobre el Puente de las almas,
que me hablaron del amor
y de un rosedal inmenso.
El sol nadaba altivo
y encendido como nunca tras la Torre Eiffel
cuando te miré el primer viernes de septiembre
y bautizaste ese rincón de la ciudad
como nuestro ángulo secreto.
Cayó la noche
y los Campos Elíseos
escucharon a Édith Piaf
entonar Sous le ciel de Paris,
mientras tú me regalabas un millar de besos
que me hicieron imaginarnos
navegando sobre el firmamento.
Lo primero que veía al despertar esos días
era un ventanal de luz,
y a ti, acurrucado a mi lado,
en un sueño plácido
que me hizo desear ralentizar el tiempo.
Envuelta en sábanas blancas
y con los párpados aún pegados,
me invadía una certeza absoluta:
como la diosa alada,
yo también había ganado.


















